INTRODUCCIÓN

Por Alberto Martínez-Arrazubi

Nuestro cuerpo en el tejido adiposo tiene una gran capacidad de almacenar reservas, heredada de nuestros antepasados, a quienes les ha sido tremendamente útil para disponer de una capa subcutánea protectora, a la vez que una reserva energética, para soportar situaciones puntuales de inanición, periodos de hambre e inclemencias meteorológicas.

Los adipocitos son las células donde se van depositando las gotitas de grasa, material energético derivado de los excedentes alimentarios, que el cuerpo no ha podido procesar o utilizar en su momento y que ha ido guardando preventivamente en sus almacenes. Estos adipocitos están distribuidos por todo el cuerpo y en principio todos ellos reciben, a través de los vasos sanguíneos y linfáticos, la carga grasa de manera regular.

La persistencia del material graso en su primera localización depende de la mayor o menor demanda de energía que reclamen los tejidos musculares adyacentes. Así se van acumulando las reservas de grasa en las zonas más tranquilas e inactivas, donde menos demanda de energía se produce para la ejecución de actividades.

Nos puede ayudar a entender este peculiar reparto la forma de concentrarse el polvo en una habitación, cuando habiendo caído de manera uniforme en todo el espacio, las corrientes de aire y el movimiento provocado por la actividad de los residentes hace que se redistribuya de forma que se concentre en los rincones, debajo de los muebles, etc., en general donde no se le molesta, en detrimento de las zonas de paso o de mayor movimiento. Paralelamente encontramos mayores depósitos de grasa en la zona abdominal de los hombres y en las caderas - brazos de las mujeres.

Cuando observamos con cierto detenimiento a las personas de nuestro entorno, podemos constatar una gran variabilidad de tipos y de formas anatómicas, que pueden inducirnos a considerar como normales, situaciones claramente patológicas, tanto por exceso como por defecto en los pesos y, o, volúmenes corporales.

En nuestra propia historia personal podemos también recordar épocas con más o menos kilos y quizás tenemos la tentación de aceptar como normal o ligado a la edad el progresivo incremento de peso que venimos experimentando a lo largo de los años.

Esta observación muchas veces interesada y aparentemente tranquilizadora es utilizada con frecuencia por ciertos “científicos”, que asocian de manera determinista los problemas de salud con la genética o con los años, y así terminamos por creernos abocados a padecer, de manera irreversible, algún problema metabólico, según vayamos avanzando en edad. Frente a esta tentación de conformismo debemos recordar que en el reino animal, que no vive cautivo sino en libertad, no existe la obesidad, ni los individuos aumentan de peso con la edad, aunque dispongan de alimentos en abundancia.

El factor edad no es constitutivo de enfermedad, sino que el paso del tiempo permite ver las señales, que  los procesos vividos, tanto positivos como negativos, van dejando en nuestro organismo.