MITOS SOBRE LA OBESIDAD

Respecto a las “fast food” o comidas rápidas quiero dejar clara mi posición. La rapidez a la hora de montar una comida no tiene porqué afectar ni influir en la calidad de los alimentos que ingerimos. Basta con observar las comidas más sencillas y primitivas del ser humano como la leche materna, verduras de hoja, brotes de soja, espárragos, legumbres verdes, frutas frescas, frutos secos, etc. , que no necesitan ninguna preparación especialmente laboriosa.

De manera también extremadamente rápida y sencilla, se pueden preparar combinados alimenticios, que pueden ser sabrosos y equilibrados, a la vez que de muy rápida elaboración, tales como las ensaladas, tapas variadas, bocadillos, canapés, batidos de frutas, etc.

De los mismos argumentos podemos deducir que las comidas lentamente elaboradas o “low food” no son tampoco garantía de la calidad de una comida, sino que esta cualidad hay que buscarla en primer lugar por su adecuación a las características de la especie humana, es decir por el equilibrio de los macro nutrientes entre sí, mas la suficiencia y variedad de sus micro nutrientes.

En segundo lugar yo valoraría las características organolépticas generales, como el olor, color, sabor, presentación, etc. Y finalmente la coincidencia con los gustos personales del comensal, que es el receptor final de los alimentos.

En la realidad práctica del día a día, se cree que todos los alimentos vienen a ser iguales en cuanto a su composición y, como con la mayoría de ellos conseguimos saciar nuestro apetito, nos guiamos únicamente por sus características organolépticas y por el placer que su ingesta nos produce.

Cualquier tipo de control en la alimentación es visto como una injerencia y como una limitación en nuestra libertad soberana a la hora de elegir la comida, sin darnos cuenta de que cada vez estamos más dirigidos y controlados por las multinacionales de la alimentación, que nos manejan a su antojo y nos hacen comer lo que les interesa, es decir, lo que más beneficios les renta, a base de utilizar materias primas baratas y estables, a las que cambian los sabores, colores y texturas, publicitan adecuadamente y consiguen que el común de los humanos comamos sus productos, eso sí “libremente”, y vayamos engordando cada día más, a la vez que estamos deficientemente alimentados y en consecuencia perdiendo nuestra salud sin ser conscientes de ello.

Hay personas que creen engordar por culpa del placer que sienten al hacerlo y se lo recriminan constantemente, parece ser que todavía están convencidas de que la vida debe ser un “valle de lágrimas”, al que hemos llegado para sufrir. De ahí el dicho popular: “Todo lo bueno o es pecado o engorda”.

Frente a esta errónea y nefasta creencia debemos reaccionar, observando y analizando el comportamiento de los seres vivos de cualquiera de las especies que poblamos la tierra. Ningún individuo renuncia al placer de comer porque forma parte del instinto de supervivencia y es inherente a la satisfacción de sus necesidades alimenticias, es más, el deleite derivado de las comidas a lo largo de la vida es considerado como el más amplio y continuado de los placeres terrenales. ¿A caso nos parece reprobable la sonrisa de un bebé lactante, cuando esta saciando su apetito?.

Otro mito que circula libremente entre la población, preocupada por su sobrepeso, es culpabilizar a la ingesta de agua durante las comidas, de los aumentos en el tejido adiposo, como si por arte de magia el agua pudiera convertirse, ya no solo en vino sino en grasa. Si fuera posible este sistema milagroso podríamos disponer de una fuente extraordinaria de energía a precio del agua.

Si analizamos y consideramos la leche materna como la comida más natural y completa para el ser humano, admitiremos que todos los macro y micronutrientes están disueltos en agua, que es absolutamente necesaria para el organismo, pues forma parte de él en más del 60% de su peso total. Por otro lado el agua es acalórica antes, durante y después de las comidas, no se degrada en el organismo, no aporta ninguna energía, ni puede transformarse en hidratos, proteínas o grasas.  

También se le ha achacado a los periodos de descanso y especialmente a la siesta, después de las comidas, de los incrementos en el porcentaje de grasa. Bien es cierto que durante el reposo físico el gasto de energía disminuye, adoptando valores de tipo basal con el consecuente ahorro energético, pero de ahí no se puede deducir que el descanso sea el causante del sobrepeso.

Como en el caso anterior debemos afirmar que la siesta no puede convertirse en grasa porque no es un alimento, ni a ella se le puede atribuir causalidad directa en el incremento del tejido adiposo, aunque también es cierto que si comparamos el gasto realizado durante la siesta con el del paseo alternativo, obviamente la diferencia de gasto en kilocalorías podría llegar a ser importante.